Cuando un futbolista ejecuta un disparo potente, la acción parece mágica: un golpe seco, el balón se dirige recto hacia la portería, y el portero queda paralizado, a menos que haya anticipado la trayectoria del balón incluso antes de que este despegue del césped.
Aquí entra en juego un principio fundamental de la física: la conservación del momento lineal.
Durante el contacto, el pie aplica una fuerza sobre el balón, que reacciona acelerándose según la tercera ley de Newton.
Cuanto mayor sea la fuerza del golpe, mayor será la aceleración inicial del balón y, por tanto, su velocidad.
La transferencia de energía ocurre en una fracción de segundo, durante el impacto del pie con el balón.
Esta restitución casi instantánea es la clave de un disparo potente: la energía acumulada en la masa del jugador se transmite bruscamente al balón, de masa mucho menor.
Un disparo en el eje central transmite la máxima energía de manera lineal, garantizando una trayectoria recta.
Por el contrario, un golpe ligeramente descentrado, en el lateral del balón, induce una rotación del mismo sobre sí mismo.
Este fenómeno, llamado efecto Magnus, provoca una desviación de la trayectoria del balón en el aire, haciendo el disparo más difícil de anticipar para el portero.
La potencia de un disparo de fútbol es, por tanto, una combinación entre la fuerza muscular del jugador, la calidad de su gesto técnico y las leyes de la física que rigen la trayectoria y la velocidad del balón.